En el fondo, este problema de denominación
manifiesta la incertidumbre que padecemos ante los grupos
socialmente menos favorecidos, o marginados de la vida
cotidiana. ¿Dónde los colocamos? ¿Cómo los valoramos? ¿Cómo
los tratamos? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para
que intervengan en el devenir de la sociedad? Un matiz
importante: este desconcierto ante el fenómeno de la vejez
lo muestran las familias y las generaciones más jóvenes,
pero también las propias personas de edad avanzada.
Convengamos en que la imagen que sobre la
vejez trasmite las sociedades económica y socialmente
desarrolladas dista mucho de resultar atractiva o
envidiable. En parte, puede explicarse por la decepción de
contemplar que se va perdiendo el sitio, el protagonismo, el
poder físico, intelectual, sexual, económico, laboral¿ Es
una situación, aceptémoslo, compleja, con aspectos
objetivamente negativos y difícil de ser percibida como
deseable. Y más en un mundo en que el deseo se ha erigido en
el motor de la vida económica e incluso en móvil de
decisiones en el espacio de lo personal.
La sociedad excluye a los ancianos y ellos
mismos parecen en muchos casos dispuestos a arrinconarse en
el furgón de cola, el de los menos activos. Desde esas dos
dimensiones complemetarias debemos contemplar la situación:
qué podemos hacer por el colectivo de los viejos y qué
pueden hacer ellos por sí mismos. Para empezar, una de las
asignaturas pendientes de esta sociedad que envejece a un
ritmo que demógrafos, economistas y psicólogos no dudan en
calificar de preocupante, es cómo cambiar la imagen del
envejecimiento, paso indispensable para que tanto las
personas que entran en esa fase vital como la sociedad en
general modifiquen sus actitudes ante los ancianos.
El mito de la
eterna juventud, una trampa sin salida
Cuando alguien, refiriéndose a una persona
mayor, dice: "qué bien, qué joven está", implícitamente está
afirmando que lo bueno, en realidad, es ser joven. Lo demás
son apaños. Está manifestando que lo que se aprecia
socialmente es la juventud, y que ser viejo no es un valor,
sino casi un defecto. Otra frase reveladora: "En mis
tiempos¿", da a entender que su oportunidad, su sitio, ya
han pasado: que no hay un hueco relevante para los ancianos.
Poco a poco, se va asentando la presunción, cuando no la
convicción, de no pertenecer a esta época. Así, la persona
mayor se siente excluida y cada día confirma que va
perdiendo relevancia social.
Pero ser viejo tiene sus cosas positivas.
Sin ir más lejos, sentirse protagonista de su propia
evolución como persona y, más que nunca, un importante
miembro de la comunidad a la que pertenece. La sociedad, no
lo neguemos (¿cuántas películas de TV o cine, anuncios, o
pases de modelos tienen por protagonistas principales a
personas mayores?) discrimina a los viejos, pero éstos
también tienen alguna responsabilidad en tanto que, a veces
inconscientemente, participan activamente ("eso es cosa de
jóvenes, que decidan ellos") en este proceso de segregación
y desconsideración de los mayores.
¿Qué hacer para
integrar a los ancianos en la vida cotidiana?
En primer lugar, trasmitir a la sociedad
en su conjunto las necesidades de los viejos, qué piensan,
cómo se sienten. Todos deberíamos saber que es una situación
que nos va a llegar, no podemos seguir mirando a otro lado,
y negarnos a nosotros mismos que nos acercamos, o que ya
hemos llegado a la Tercera Edad.
Es difícil, porque los intereses de
mercado han instalado el mito de la juventud y han dictado
que esa fase de nuestra vida, efímera por definición, debe
perdurar indefinidamente. Cada arruga es una herida que
debemos ocultar, en lugar de la feliz constatación de que
seguimos viviendo, disfrutando de nuestro crecimiento
personal y de otros placeres anteriormente desconocidos o
insuficientemente valorados.
Una decisión
personal
En realidad, ¿qué es ser viejo? La mayoría
de las definiciones subrayan los aspectos deficitarios,
negativos: la vulnerabilidad, la propensión a las
enfermedades, la progresiva marginación, el acercamiento de
la muerte. El envejecimiento es un hecho ineludible, pero el
considerarse agotado, en régimen de bajas revoluciones y al
margen de las cuestiones que afectan a la sociedad en su
conjunto, es una opción estrictamente individual.
Cada persona decide paulatinamente, a
veces por simple hastío, otras por convencimiento, que
reducirá drásticamente su ritmo vital, que no hará deporte,
ni aprenderá informática, ni viajará, ni practicará el sexo¿
En otras palabras, cada uno, en decisión personal e
intransferible, establece cuándo "es viejo para...". No es
lo mismo un jubilado que sigue con sus paseos y acude
regularmente a la piscina, sigue la actualidad leyendo
diarios, frecuenta a sus amigos y familiares, va al cine o
al teatro, juega al ajedrez, participa en un taller de
escritura, milita y colabora en una ONG o partido político,
que otro cuyas únicas actividades reseñables son dormir, ver
la TV, jugar a cartas y quejarse de sus enfermedades ante
sus compañeros pensionistas.
Integrar a los
mayores
En octubre de 1.999 se inauguró la
conmemoración del Año de las Naciones Unidas de las Personas
Mayores, bajo el lema "Una sociedad para todas las edades".
Se trabajó para que se partiese de una sociedad con un
"diseño para todos"; crear y producir pensando en todas las
personas y tener en cuenta las necesidades o dificultades
específicas de todas aquellos que no cuentan con toda la
capacidad, autonomía o habilidad física, psíquica o
sensorial que se suponen habituales. Un diseño que debiera
generalizarse en todos los ámbitos de la vida cotidiana,
pública y privada.
Pero este "diseño para todos" deberá ser,
ante todo, una filosofía basada en la igualdad de derechos
de todas las personas. Ha de incluir además una consulta
previa a los posibles usuarios, ya que son éstos quienes
están en mejores condiciones de señalar sus necesidades y
las dificultades y limitaciones con las que se encuentran.
Respeto, atención y cariño son los tres
principios básicos en la relación con nuestros mayores.
Respeto a su momento psicofísico, a su ritmo propio, a sus
valores y concepciones, a sus comportamientos, a sus deseos
y querencias, a su propia organización de la vida. Ello no
implica estar de acuerdo siempre con ellos cosas y habría
que distinguir dónde está la frontera entre lo que estos
desencuentros afectan a la vida de los no mayores. El
consenso es la fórmula más deseable. De todos modos, los
mayores tienen derecho a elegir cómo quieren vivir, porque
inmiscuirnos e imponer nuestros criterios equivale a un
abuso de poder y a una falta de respeto a su libertad.
La atención al anciano será siempre desde
una escucha abierta, positiva y sin juicios de valor ni
prejuicios. Esta atención lleva implícita la dedicación de
un cierto tiempo para escuchar cómo está esa persona mayor,
cómo vive, qué quiere, qué le gusta, cómo percibe sus
recuerdos y experiencias. Esta actitud es muy diferente a la
de "oir las batallitas del abuelo". La escucha de la que
hablamos es humana y está teñida de aprecio, consideración,
cercanía y acompañamiento.
Ya en el último de los tres principios
citados, el cariño debemos proporcionárselo a los mayores en
grandes dosis, porque en esta edad se valora más que nunca
el afecto, la sensibilidad que dejamos escapar a menudo por
la servidumbre que mostramos ante la seriedad, el trabajo,
el sagrado concepto del deber, los prejuicios, la timidez y
la vergüenza. Pero no nos referimos a un cariño ensimismado
o ñoño, sino más bien a ese cariño que se trasmite a través
de ese interés por lo que les ocurre a nuestros mayores, por
el respeto, la escucha, ese tiempo de dedicación... y que se
traduce en nuestros gestos, nuestra mirada, nuestro tono
cálido a la hora de dirigirnos a ellos. Y también, por qué
no, el cariño manifestado mediante la caricia: esa mano que
se posa, que presiona, que agarra, ese abrazo que funde la
distancia y ese beso que hace sentir que no se está solo y
que se es querido y valorado.
Mucho diálogo
El diálogo y la solidaridad
intergeneracional son los resortes insustituibles para
promover el aprovechamiento de la riqueza cultural de las
personas de edad avanzada y la mejora de su autoestima,
además de para sentar las bases de una óptima integración de
los mayores en la sociedad. Ser mayor no debe constituir un
obstáculo para ser feliz. El camino deseable sería ir hacia
una envejecimiento saludable, porque hacernos mayores
(¿cuándo empezamos a ser realmente unos viejos, a los
sesenta, a los setenta... y por qué?) no es sinónimo de
enfermedad, y uno de los retos de nuestra época es vivir
más, pero también mejor.
Independientemente de la edad cronológica
de un individuo, su "interés por la vida" es el factor clave
de la existencia y no sólo depende de esa persona, sino
también de las redes sociales en las que funciona su vida.
Las relaciones con las personas mayores han de estar
enmarcadas en ese principio de solidaridad e interés por lo
que les ocurre. Hemos de aportar lo mejor de nosotros mismos
y adquirir la destreza de transformar las dificultades en
posibilidades de mejora. Esto es, en percibir los problemas
como oportunidades y como medios de superarnos como
personas.
La madurez de la experiencia nos dice que
las barreras que surgen a lo largo de la vida no pueden
impedir nuestro desarrollo; al contrario, representan una
invitación a replantearnos los límites de nuestra
creatividad o como diría P. Freire a darnos cuenta de que
somos seres en transformación y no en adaptación. A ser
conscientes de lo devastador de los enfados y de las
actitudes negativas y pesimistas.